Atravesando el largo y bello claustro gótico, mientras se deleitaba con el florido y enrejado jardín, de verdes y enhiestos árboles, y acariciaba sus tímpanos con el dulce trinar de los pájaros y el bullicioso revolotear de la golondrina en aquella temprana y azulada mañana estival. Foto Antigua de José Luis Latorre Bonachera.
Publicado en IBIUT –Año XVI Núm. 91.
Antonio del Castillo Vico.
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En un atardecer, sereno y sosegado, cuando el crepúsculo va diluyendo las pálidas tonalidades doradas de nuestras piedras venerables, me hallaba paseando por la incomparable Plaza Vázquez de Molina de mi amada ciudad ubetense.
Me detuve ante la regia fachada de la enmudecida y desolada Iglesia Mayor Parroquial de Santa María de los Reales Alcázares.
Mi vista fue recreándose por la majestuosa y antigua colegiata, desde la basa de sus columnas apenadas hasta las estilizadas y afligidas espadañas, por las que se escapaban suspiros de nostalgia y de melancolía.
De repente, todo mi ser se convulsionó al tiempo que mis pupilas se dilataban contemplando cómo se abría, lentamente, una de las vetustas puertas del apesadumbrado templo.
Un hombre de edad avanzada, de andar pausado y mirada bondadosa… aquel hombre sacristán de por vida en la Iglesia de sus amores, levantó la mano e hizo el ademán preciso invitándome a que pasara al interior del recinto sagrado.
Un tanto desconcertado, casi como un autómata, traspasé el cancel y me topé con la imagen en piedra de la Virgen, y a sus pies aquella inveterada plegaría: “Si quieres que tu dolor / se convierta en alegría / no te pases pecador / sin decir Ave María”.
Al término de leer tan preciosa estrofa, un hecho sorprendente acaeció en mi trémula anatomía.
Un niño, de apenas ocho años, era el que se encontraba atravesando el largo y bello claustro gótico, mientras se deleitaba con el florido y enrejado jardín, de verdes y enhiestos árboles, y acariciaba sus tímpanos con el dulce trinar de los pájaros y el bullicioso revolotear de la golondrina en aquella temprana y azulada mañana estival.
Un silencio imponente reinaba dentro de las hermosas y nobles naves, solamente alterado por el chisporreteo de algunas velas en las capillas y el susurrar de prolongados rezos en aquellas mujeres y ancianas enlutadas.
En la grata y luminosa sacristía, me aguardaba sonriente, recreándose en las volutas de su primer cigarro matutino, mi tío Marcos. Ese Sacerdote sencillo y erudito, pleno de corrección y cordialidad, querido por todos, Don Marcos Hidalgo Sierra, el que gustaba aposentarse en los escaños de la Plaza de Santa María y dialogar con personas de variada índole social que a él se llegasen, comenzaba a revertirse con empaque y parsimonia para celebrar la Eucaristía, la primera Misa de aquel esplendoroso día, a la que yo tenía el honor y placer de ayudarle, recreándome en la solemnidad y perfecta vocalización con que adornaba sus bien timbradas frases y oraciones en latín.
Continúo en la Iglesia Mayor, mas esta vez todo de blanco, recibiendo al Señor, por vez primera, y bajo la divina protección de nuestra Patrona del alma, perfumando su estancia, su capilla recoleta, con el refulgente destello de su dulce mirar.
El tiempo transcurre y aquel niño va creciendo en edad y estatura, a medida que van sucediéndose toda clase de religiosos eventos y celebraciones litúrgicas: Misioneros abnegados… Rosarios de la aurora… Festividad de las espigas… La Candelaria… Novenas… Triduos… Fiestas de Cofradías… Procesiones… Corpus… Octava… Cristo de Medinaceli… Desfile interminable de gentes en su visita diaria y entrañable a la Patrona…
Y luego… la llegada y entrega total a su Ministerio y a su Parroquia de los hermanos García Hidalgo, siempre pendientes de su feligresía, atentos, humildes, simpáticos conversadores, Don Diego y Don Manuel, Presbíteros ejemplares que supieron grangearse la infinita amistad de cuantos ubetenses se acercaban al amparo y calor de sus impolutas sotanas.
Y la fervorosa novena a nuestra Virgen de Guadalupe, salpicada de melódicos acentos, con aromas de incienso y cera…
Y aquellos sermones inolvidables y magistrales que dedicara a nuestra “Chiquitilla del Gavellar” un predicador excepcional, Don Jerónimo Bernabeu Oset, de oratoria clarividente, de elegante apostura, manteniendo la permanente atención de los numerosos fieles, desde aquel secular púlpito, lugar preferente que, lamentablemente, fue quedando en el olvido…
Y tantos… y tantos oradores sagrados que supieron cantar las excelencias de Nuestra Señora, de Nuestro Padre Jesús Nazareno, del Santísimo Cristo de la Caída, del Santo Entierro de Cristo y Santo Sepulcro.
Y la Misa dominical de doce y media… Y las Misas vespertinas… Y el semblante patético del “Cristo de los Toreros”… Y la antiquísima portada románica, por donde apareciese, victorioso y triunfal, el Monarca Fernando III…
Una palmada en mi hombro hízome volver de la abstracción en que me hallaba inmerso.
Aquel amigo, con voz entrecortada, me musitó al oído: ¡Que pena! ¿Cuándo volveremos a entrar por esas puertas?
Yo esboce una leve sonrisa, impregnado de tristeza, y continué paseando, con Santa María en el recuerdo.
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