A mediados de enero, la «fiesta de
Jesús», polariza en Úbeda un estilo. A estas alturas –¿alturas?–, cuando
se quiere que pongamos todos nuestros relojes de acuerdo con la hora
desacralizante, la celebración de una fiesta religiosa es en Úbeda
«noticia». Cosa un poco rara, ¿eh? El hecho es que a la «fiesta de
Jesús» vienen ubetenses –«hermanos de Jesús»– que habitualmente tienen
su residencia fuera de la ciudad, incluso en puntos alejados de España. y
esto, ¿por qué? Estimo que se debe a que la celebración de la fiesta de
Jesús Nazareno marca el comienzo cada año de una etapa en la vida de la
ciudad. Estimo que es porque en esa fecha –precisamente en esa fecha–
la fuerza de gravedad de la Semana Santa empieza a hacerse sensible y
palpable en nuestro pueblo. Ya, a partir de ahora, las distintas
cofradías empiezan a organizar sus cultos, sus actividades. Una
«movilización», en fin, de Úbeda se inicia.
El domingo hacía un día
lluvioso, frío, desapacible. A las diez de la mañana, en Santa María de
los Reales Alcázares, había un «lleno». No señor; a mi no me repugna
aludir a los «llenos» en las iglesias ni lo estimo impropio. Lo
considero digno de resaltar en este tiempo de «capillitas» religiosas y
de templos vacíos; es decir, en esta época en que alguien preconiza
liturgias de circuito cerrado; liturgias distantes del gran culto
comunitario que da fuerza, intensidad y temperatura a las celebraciones
piadosas... Era lluviosa, digo, la mañana y, en la iglesia de Santa
María de Úbeda, una multitud se adensaba expectante. ¿Expectante ante el
espectáculo? No se trata de espectáculo. Era una comunión –diría yo que
de los que se fueron y de los que estamos, de los muertos y de los
vivos– en que la tradición, en el mejor sentido de la palabra, volvía a
actualizar su viva vigencia, su fértil sugestión sobre los ánimos tan
frecuentemente desamparados, hoy, del abrigo de indeclinables certezas,
de actitudes inequívocas.
En la fiesta de Jesús había
hombres y mujeres de todas las generaciones. ¿Quién cree que los jóvenes
no están o huyen de estas manifestaciones religiosas comunitarias que
hay quien moteja de desfasadas o antiguas cuando nada más son genuinas;
cuando lo que sucede es que, en ellas, no se mixtifican fervores ni
pretenden justificarse «snobismos», que pasan o intentan pasar por
aperturismos?
El padre Moneo, jesuita de la
mejor estirpe ignaciana, pronunció en la «fiesta de Jesús», en Santa
María de los Reales Alcázares de Úbeda, un espléndido sermón. Expuso a
los cofrades de Jesús Nazareno esa «interpretación cristiana del dolor»
–interpretación que Cristo plasma en la imagen con la cruz al hombro–
hoy tan poco recordada en una atmósfera social cuyo punto de saturación
de consumismo al servicio de la comunidad y del placer, empieza a
rebasarse. Pero sí; esto que acabo de escribir es una frase del sermón.
Así tiene que ser, porque sermón sin retórica, pero con esqueleto, sin
grandilocuencia, pero con lógica vertebración de ideas, sin recursos
lacrimógenos, pero pródigo en apelaciones a la verdad y al a razón, fue
el sermón del padre Moneo, quien, muy al día, fiel a las auténticas
doctrinas del Vaticano II, mostró la necesidad de restaurar en el alma
del creyente la pureza de una conducta que no puede perder de vista las
instancias a lo sobrenatural.
La «fiesta de Jesús» en la fría
mañana de enero vuelve a poner un calor en Úbeda. Desde ahora, el
calendario, de domingo en domingo, va a traer una confirmación a cada
una de nuestras cofradías de Semana Santa, con la fiesta anual, con
comunión eucarística de los cofrades, que respectivamente dedican a su
titular; desde ahora, digo, el calendario conduce a Úbeda a su eclosión
de fervores. No, no es sola y exclusivamente que la ciudad se prepare
para sus procesiones. Esto sería –todos estamos de acuerdo– bastante
poco. Porque la misión y empresa de las cofradías debe estar, y de hecho
está, más acá y más allá de las procesiones. Si bien, no puede decirse
que las cofradías cumplan a la perfección su misión, si cabe afirmar que
en muchas ciudades, como en Úbeda, son las cofradías los núcleos de
acción cristiana organizada con más radio de influencia y con mejores
posibilidades de eficacia.
Sería casi infantil propugnar
una acción cofradiera ceñida nada más que a la procesión. Ahora bien:
están convencidas las Cofradías de Semana Santa de que la procesión,
lejos de significar un espectáculo, es una manifestación que quiere
contagiar a la calle de unas inquietudes, de unos misterios, de unos
sentimientos que no son para celarse, para guardarse ni en el recinto
cerrado de cada conciencia ni en el ambiente de los templos. Porque la
calle –escenario tantas veces de lo trivial– debe impregnarse, al menos
una vez al año, del sentido de lo trascendente. Porque la calle, mil
veces escaparate de lo cotidiano y más de una vez vertedero de lo que
empieza moralmente a pudrirse, debe saber, también, de la Cruz de Cristo
y del Cristo de la Cruz. Ya que –decía el padre Moneo– ahora vivimos
tiempos en los que se quiere a Cristo sin la cruz y a cruces sin Cristo.
En las cofradías, por debajo del
recamado de sus apariencias festivales, hay acumulada una sapiencia y
una piedad de siglos. Las cofradías no pueden arriar su bandera,
medrosas a la última moda del viento. Las cofradías están seguras de sí
mismas. Dispuestas a ahondar cada vez más en interioridad cristiana y en
acción cristiana. Sumisas a cualquier sugerencia de la Jerarquía y del
Magisterio Eclesial; no renuncian sin embargo a su vigoroso estilo de
piedad, tan respetable por lo menos como esos otros estilo que nacen hoy
quizás con un pueril deseo que quiere adquirir en exclusiva todas las
patentes de autenticidad.
Juan Pasquau; Década de 1970;
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